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Ser pueblo y ciudad

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Por zapateando

¿Qué es ser un indígena? ¿Qué lo determina? ¿Quién lo determina? ¿Cuáles son las consecuencias de serlo? Estas preguntas no son nada sencillas de responder porque en ellas se encuentra una parte del límite de demarcación de la antropología, el concepto de cultura y como éste ha determinado nuestro actuar jurídico.

La noción de cultura que se desarrolló en el siglo XIX determinó cómo trataríamos a los indígenas, a los otros y cómo se integrarían al Estado Nación. Guillermo Bonfil Batalla a mediados de los ochenta propuso que estaba sucediendo un proceso histórico entre los pobladores de México, que comenzaba en la conquistas y que tenía tres pasos que se desarrollarían en tiempos distintos dependiendo del contexto de cada región del país: indianización, desindianización y la reindinizacion.

Tal proceso histórico comenzaba con la definición de sujeto conquistado: el indio, y la discusión se centró en si las poblaciones que encontraron tenían alma. Esto era importante porque de esa manera se le daría forma a la explotación de las nuevas tierras. Por ejemplo los negros no eran considerados humanos, no tenían alma, entonces podían ser esclavos. Después de algunos años de batallas legales en España se determinó que eran niños y que tenían que ser educados por los frailes, una victoria de Fray Bartolomé de las Casas que permitió también que se detuviera la guerra de Conquista en algunas regiones.

Las guerras de independencia suponían acabar con esta condición, pero no fue así, el sistema de exclusión en nuestro país hoy sigue siendo casi el mismo; los indígenas no son adultos, no han terminado de crecer y como niños se les trata, el Estado se comporta paternalista y en el imaginario les decimos inditos y nos comportamos igual de paternalistas. Son al parecer gente a la que hay que cuidar y darles caridad, porque ellos son incapaces de cuidarse por sí mismos, no tienen las mismas capacidades.

Así, los antropólogos mexicanos -con la revolución ganada-, como Manuel Gamio, se apresuraron a elaborar programas que integraran al indígena, nuevo término para los indios del viejo régimen. Estos proponían una ecuación muy simple, los indígenas tenían que olvidar sus prácticas culturales e integrarse a la maquinaria del progreso: les quitaron entre otros su ropa, su lengua, sus bailes y pasaron a ser comunidades campesinas, no indígenas, no extraños de otras culturas. Todos éramos mexicanos, todos proveníamos de la mezcla. Los antropólogos marxistas entre las décadas de los sesentas y hasta los ochentas hablaron de clase, de modos de producción, sistemas de riego, migración; pero dejaron de hablar de indígenas, de prácticas religiosas, de bailes. Pasaron a verse como una figura arcaica o la de un guerrillero, como místicos curanderos o “marías” vendiendo muñecas en alguna ciudad, fueron sinónimo de pobreza y atraso. Se cumplió la segunda parte del proceso histórico, la desindianización, los indígenas ya sin ropa, sin lengua, sin nada, en las grandes urbes se asumieron no indígenas y de generación en generación se asumieron mexicanos.

En una tercera etapa, vendría la reindianización, lo cual implicaba que estos sujetos desindianizados pasarían a ser indios de nuevo, pero ahora desde sus propias palabras, desde sus propios conceptos. El levantamiento del EZLN le daba la razón en muchos sentidos a Bonfil, pero al mismo tiempo nos planteaba una duda: ¿qué pasaba con toda esa gente en las ciudades que tenían fuertes raíces indígenas pero que lo negaban? Él lo llamó cultura popular, una mezcla de raíces indígenas y una adaptación a la nueva forma urbana. Sin embargo, seguíamos sin entender que hace indígena a un indígena no sólo desde la política y el Estado, es decir, ¿Es evidente que somos distintos?

Las definiciones tradicionales de cultura se centran en sus características, como si fuera una lista: ¿Cuál es su lengua, su ropa, su religión? ¿Cuáles son sus bailes y su música? Eso era así porque la relación con la realidad, con el mundo, sólo es una variante del mismo tema, la realidad es una constante y las relaciones del hombre con ella no. Pero las nuevas propuestas sobre cultura son distintas, la realidad no es constante y la relación del hombre con ella tampoco lo es. Esto significa que hay muchas realidades, no una variante de ella como plantearía la posmodernidad, es decir, relativa, esto último nos indica variación de la relación del hombre con la realidad, no de la diversidad de la realidad. Los viejos conceptos de cultura observan a la realidad como algo constante, homogéneo y establecido, mientras las nuevas propuestas nos dicen que hay diferentes realidades y que la relación con ellas es diversa: muchos mundos que quepan en este mundo.

Esto ha hecho pensar que los indígenas de alguna manera son ecologistas, pero no es así, la lucha por la conservación de su medio está ligada a esta concepción del mundo; la naturaleza no es un objeto, es un sujeto y como tal no puede ser poseído como una cosa. Las reivindicaciones por la tierra de los grupos indígenas tienen que ver con una necesidad económica, pero mas aún, tienen que ver con una necesidad de producir sus alimentos en una lógica que dimensiona a la naturaleza como un ser y que la concepción capitalista desarticula. La lucha por el control de la naturaleza que los rodea no es sólo una lucha económica, es al mismo tiempo una lucha por la resocialización de ese medio, es la reindianización de la naturaleza, dejar de ser objetos para ser sujetos.

Dentro de la Ciudad de México hay comunidades que han existido desde antes de la llegada de los españoles y desde entonces ha crecido en extensión y en número de pobladores. Este proceso se acrecentó a finales del siglo XIX y después en la posguerra, entre los años cuarenta y cincuenta, debido al crecimiento económico que se conoce como el milagro mexicano. Este proceso de crecimiento poblacional no ha cesado y siguen llegando a la Ciudad de México miles de personas todos los días, aunque ha bajado considerablemente en los últimos veinte años. La zona del poniente de la ciudad se tardó en entrar a este proceso de manera generalizada. Aunque el pueblo de Santa Fe y el de Tacubaya se convirtieron en una de las regiones más pobladas desde los años cincuenta, los pueblos vinculados a la Sierra de las Cruces, cercanos éstos, tardarían hasta la década de los ochenta en ser poblados de manera sistemática.

San Bartolo Ameyalco, Santa Rosa Xochiac y San Mateo Tlaltenango habían vivido una pequeña época de poblamiento hacia finales del XIX debido a la instalación del tren que iba hacia el Desierto de los Leones. Posteriormente, en los años cuarenta, los nuevos pobladores lo vieron como una villa de descanso lejos de la ciudad, las primeras casas de personas de clase alta se pueden aun observar en la avenida Camino a Desierto de los Leones. Sin embargo, con la proyección de Ciudad Santa Fe a principios de los noventa, el crecimiento de asentamientos humanos a sus alrededores se disparó desproporcionalmente, la escasez de agua no es el mayor de sus problemas, la falta de vías de entrada y salida para automoviles así como el monopolio del transporte público es, desde mi punto de vista, lo más grave.

El control de los nacimientos de agua estuvo resguardado históricamente por la población indígena y después por los comuneros, quienes negaron su acceso a los inmigrantes que fueron asentándose en la región. Puedo suponer que no por una actitud mezquina sino porque el agua era la que proveía a los campos de cultivo de la población originaria.

Los reclamos de las poblaciones que ahora no tienen agua corriente son completamente respetables y necesarios, pero están enfocados al actor equivocado, las poblaciones originarias no tienen la culpa de la escasez, ellos simplemente siguen teniendo una relación con el agua de manera distinta, no como un bien, sino como un sujeto que es parte de un sistema ritual que no puede ser alterado, en ello se encuentra la posibilidad de la reproducción de su pueblo, del universo y de su existencia. La falta de planeación de estas zonas de la ciudad ha puesto en jaque a las autoridades, y como ya nos han acostumbrado, responden de manera violenta y acusan a la población de no respetar el estado de derecho, cuando las poblaciones tradicionales tienen la libertad de seguir con sus prácticas ancestrales, sus sistemas rituales y religiosos. Mas aun, el Estado debe de garantizar el abasto de agua sin afectar a terceros, situación que se pretende solucionar con la privatización gradual del líquido.

La posibilidad que el gobierno del Distrito Federal niega a la población de defender sus nacimientos de agua bajo el patrón de sus usos y costumbres hace valedera la idea de que las poblaciones indígenas no existen sólo porque no cumplen con una lista de características que las definen como una cultura diferente y al mismo tiempo corroboran que se acabó en esas poblaciones la lógica indígena porque ahora están dentro de lo que se considera una gran urbe. Si la ciencia sirve para algo es para modificar las políticas públicas y hacer que las leyes sean cada vez más incluyentes a pesar de nuestro racismo soterrado y escondido en un discurso de inclusión.

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