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El Subversivo Cristo Resucitado

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Por Javier Hernández Alpízar

El domingo se festejo la resurrección y el lunes terminaron las vacaciones, el pueblo regresa a la explotación, sin saber nada de la resurrección y sí mucho de la tortura y la muerte cotidiana.

“no puedo cantar ni quiero a ese Jesús del madero sino al que anduvo en la mar”, Antonio Machado, La Saeta, poema musicalizado por Serrat.

A los migrantes que marchan en busca de redención

Recuerdo haber leído en la adolescencia un pequeño libro de ensayos titulado algo así como Imágenes de Cristo en América Latina. Era un estudio sobre cristología, sobre las imágenes de Cristo en la religiosidad, la cultura y el imaginario popular. La imagen de Cristo está por donde quiera: algunos habían encontrado la imagen de niño Jesús en un remedio popular para la popular sífilis, otros contaban anécdotas como la de una orquesta brasileña que en un baile dijo al público que tocarían una pieza tranquila para que descansaran y comenzó a tocar una canción de Roberto Carlos: “Jesús Cristo yo estoy aquí”, con la cual el respetable bailó y luego la orquesta la tuvo que tocar varias veces más para que la volvieran a bailar.

Pero el ensayito que más me impresionó fue un estudio que contrastaba dos imágenes de Cristo: la del crucificado y la del resucitado. La primera es la más popular, aquella con la cual la religión popular, masiva, ha enseñado a los pueblos en América Latina a identificarse: el Cristo torturado, asesinado, colgado del madero. Y pueblos que han sufrido colonización, genocidio y que cotidianamente sufren explotación, opresión, desprecio y represión, seguramente que se pueden identificar muy bien con las llagas y el grito de dolor del crucificado. Es con mucho la imagen más popular, común y conocida; los crucifijos: la paradoja de que un instrumento de tortura sea el símbolo de una religión del amor. Pero identificarse con ese momento de la historia de Cristo, que se revive cíclicamente cada año en la Semana Santa, con populares dramatizaciones, cruentas y dolorosas incluso, penitencias duras de un pecado que (como la deuda externa) pareciera no terminar de pagarse jamás, es detener la historia antes del momento culminante.

Ese pequeño libro explicaba que en la doctrina cristiana (católica y otras) lo más importante no es que Cristo haya muerto en la cruz, con todo y que es importante, puesto que es la más grande crítica al poder que pueda haber: Dios renuncia al poder, no se salva a sí mismo y asume la mortalidad de los hombres, muere crucificado en medio de dos ladronzuelos, torturado y asesinado pública y escarniosamente por esbirros del Imperio Romano, uno de los más oscuros de todos los tiempos y origen de los imperios actuales con sede en Europa y los Estados Unidos. Es tan dramática esa tragedia divino- humana que Cristo parece reprocharle a su padre haberlo abandonado: prácticamente una blasfemia en boca del hijo de Dios, torturado igual que miles y millones de seres humanos torturados en la historia (historia universal de la infamia, como diría Borges). A propósito de ese momento, nace en un coro de culto luterano la frase “Dios ha muerto” que luego retomaron con distintos matices Hegel y finalmente Nietzsche.

Ese Cristo derrotado, humillado, torturado y asesinado se empeñaron los poderosos en que fuera la imagen de Cristo con al cual se identificaran los oprimidos de nuestros pueblos, pero decía aquel ensayito que hoy recuerdo: la principal creencia del catolicismo (y otras religiones cristianas) no es la creencia en ese Dios muerto, sino la resurrección. El dogma católico enseña que Cristo resucitó y con su resurrección redimió a los hombres de la muerte (consecuencia del pecado, otro dogma) y dejó la promesa de que los seres humanos redimidos resucitarán. De ahí quizá vine la fuerza misteriosa y el valor de algunos cristianos comprometidos que enfrentan a los poderosos desafiando el miedo a la muerte.

El ensayo hace un análisis de las imágenes de Cristo y dice: el Cristo crucificado y muerto es el patrón destinado por el poder a los pobres, las imágenes del Cristo de los ricos (ni modo, también en esto hay clases, y lucha de clases) son las de Cristo Rey (el Cristo de la derecha cristera en México, Cristo guerrero, Cristo- Huitzilopochtli, el del cuento “Dios en la tierra” de José Revueltas) que si son bien observadas representan a un rey europeo, un rey español, por ejemplo a Fernando VII o cualquiera de ellos, y ya sabemos toda la superstición que hay detrás de las monarquías, en el fondo siguen dependiendo del dogma del origen divino del poder de los reyes, con el dogma escondido y vergonzante de que las castas reinantes provienen (sanguínea y ahora hemofílicamente) de los humanos hijos de dioses, desde Adán hasta los señoritos en el poder real hoy, son de pena ajena, pero esos dogmas circulan por ahí.

Entonces el cristianismo popular, el platonismo para el pueblo que criticaba Nietzsche, no les enseñó a nuestros pueblos a identificarse con el Cristo resucitado, el vencedor de la muerte, sino con el Cristo muerto, derrotado (ocultándoles la resurrección y el triunfo final del Cristo sobre la muerte y sobre sus asesinos) y por otro lado: el Cristo de los poderosos, el Cristo Rey como comandante supremo de los conquistadores, los colonizadores, los criollos y el

Cristo en el nombre del cual la derecha cristera se opondrá al liberalismo y a toda reforma social.

De manera que no hay solamente un Cristo sino varios, imágenes hechas por el poder a su imagen y semejanza para escamotear una versión subversiva del Cristo: la del Dios que renuncia a su divinidad (al poder) y abraza la humanidad hasta la muerte y, sobre todo, la del vencedor de la muerte que promete a los suyos resucitar, vencer a la muerte y vencer a los opresores que los han sujetado al yugo de la muerte y el temor, la esclavitud: espiritual y real, histórica, política.

Ese Cristo subversivo no es para nada el que los poderosos quisieran para que los oprimidos se identificaran, por ello persiguieron, como los romanos a los primeros cristianos, a los teólogos de la liberación y la iglesia de los pobres.

Ahora hay un papa que intenta remontar el descredito en que sumió a la Iglesia Católica no solamente el escándalo universal de la pederastia, sino la caducidad, lo deleznable de los dogmas más rancios del catolicismo. Recientemente el papa dijo que no existe el infierno, que es una imagen literaria, al igual que Adán y Eva. Si lo dejan hablar más, explicará quizá que no existe el diablo, que el pecado ha sido perdonado y que el Cristo importante, el más importante de todos, no es el Cristo Rey de los opresores, ni el Cristo muerto derrotado, sino el resucitado que generalmente se olvida. Este domingo se festeja esa resurrección y el lunes terminan las vacaciones, el pueblo regresa a la explotación, sin saber nada de la resurrección y sí mucho de la tortura y la muerte cotidiana.

Tal vez un poco de todo ello quiso decir Antonio Machado con La Saeta: “Oh no eres tú mi cantar, no puedo cantar ni quiero, a ese Jesús del madero sino al que anduvo en la mar”.

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