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La filosofía burguesa posclásica (Libro)

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Por Rubén Zardoya Loureda

PRÓLOGO A LA EDICIÓN CUBANA

Eliades Acosta Matos

“Quien no ha sido obstinado acusador durante la prosperidad, debe callarse ante el derrumbamiento”.

Víctor Hugo: Los miserables

Los más consecuentes marxistas cubanos, aquellos que peleamos desde Marx por transformar el mundo en que vivimos, aún teniendo pendiente la asignatura de su explicación, no tenemos motivo de enemistad con Víctor Hugo. Todo lo contrario: una suave corriente de simpatía llena nuestras conversaciones con el fantasma del escritor vehemente, del par de Francia, del diputado exaltado defensor de causas nobles como el derecho de los cubanos a ser libres o el derecho de los comuneros de París a rebelarse para no morir de hambre a manos de los piadosos burgueses de la época.

Siendo como somos, un pueblo culto y rebelde, no debe extrañar a nadie que la figura de Víctor Hugo, desde los tiempos de Martí, constituya una especie de sombra tutelar perenne en los numerosos intentos de levantamientos que hemos protagonizado. Ha servido lo mismo para apostrofar a los tiranos que para fundamentar nuestra protesta intelectual contra toda servidumbre mental, contra todo intento de uncirnos a yugos de ideas de dudosa solidez, de escasa espiritualidad, de pedestre factura y filiación extranjerizante, que nada tienen que ver con las vivificantes ideas de valor universal a las que hemos estado siempre abiertos, desde la época de José Agustín y Caballero y Félix Varela.

En tiempos como los que corren, los marxistas cubanos tenemos derecho como pocos en el mundo para repensar a fondo la herencia del Dr. Carlos Marx, casi intonsa, como un buen libro de cabecera o como una hermosa mujer que han esperado por nosotros incólumes, virginales, a pesar de haber pasado de mano en mano sin entregarse plenamente a nadie. Si este símil pudiese escandalizar a alguien, estoy seguro que ese no sería el Dr. Marx. En tiempos de aquiescencias y fáciles aplausos, de repeticiones escolares que hicieron de la obra de Marx, Engels y Lenin una especie de Corán; de los profesores marxistas, ayatolas; y de los estudiantes, talibanes, debemos decir, en honor a la más estricta verdad histórica, que si no todos los pensadores cubanos se resistieron a semejante catequización, lo cierto es que los palenques ideológicos de entonces, los sitios recónditos donde se refugiaban los indomables; la manigua espiritual de la redención, estaba llena de cubanos. Gracias a ello seguimos hoy defendiendo no sólo a Marx, sino también a la Revolución y a Martí, y hemos visto avanzar hacia los desfiladeros de la ignominia y la traición apóstata a no pocos de los fundamentalistas de las vísperas y a sus reverenciados maestros.

Hemos sido tenaces acusadores de lo falso y lo caricaturesco en tiempos de bonanza: tenemos el derecho de hablar en tiempos de estrecheces. Y lo estamos haciendo con la frente alta, limpia, en voz alta y clara, desde los principios que salvan, como han hecho siempre los revolucionarios cubanos. Para seguir y enriquecer esta tradición, y estrechar con emoción la mano de Víctor Hugo, viene a situarse en el panorama intelectual del mejor marxismo cubano esta obra del Dr. Rubén Zardoya Loureda (La Habana, 1960) titulada La filosofía burguesa posclásica.

Cuando mi amigo Rubén me la entregó para que la leyese y prologase, me advirtió que se trataba de una obra “dura”, no sólo por moverse en las coordenadas de una Filosofía implacable, sin concesiones al lector, o lo que es lo mismo, de una Filosofía sin mezcla alguna que rebajase su densidad científica, sin ningún artificio o afeite capaz de hacerla simpática, y a la vez, “popular”, sino también porque los conceptos, categorías y fundamentos del pensamiento que aquí discurre tampoco tienen el menor interés en asimilarse a las glamorosas tendencias y modas al uso. Esta obra no intenta clasificar dentro de la lista de los “marxismos de collegues” que tantos dividendos reportan a sus divulgadores, ni viene a impetrar, de rodillas, a los amos del pensamiento único postmoderno, el perdón por antiguos pecados ideológicos, ni por haberse levantado contra el sacrosanto sistema de la propiedad privada y la explotación del hombre por el hombre. Todo lo contrario.

Leyendo con placer sus páginas, me he reconciliado con aquel muchachito impetuoso y hablanchín, brillante y turbulento, con el que solía mantener discusiones acaloradas, que duraban varios días con sus noches y hasta sus madrugadas, sobre todo lo humano y lo divino, mientras estudiábamos Filosofía en la Universidad Estatal de Rostov del Don.

Eran los tiempos, casi míticos, en que un puñado de cubanos y cubanas, casi niños, aprendíamos las doctrinas de Aristóteles y Hegel en ruso, defendíamos al Che de la incomprensión dogmática de algún que otro profesor intoxicado de manuales, aprobábamos y desaprobábamos los sachots por sucumbir a las tentaciones de la edad y la vida estudiantil, leíamos las “Confesiones” de Rousseau, bailábamos con Rubén Blades y Bob Marley, nos estremecíamos con los crímenes de los fascistas centroamericanos, apoyábamos a nicaragüenses y palestinos, sabíamos por periódicos atrasados del éxodo del Mariel y comenzábamos a oír hablar de un tal Lech Walesa y un nebuloso sindicato nombrado “Solidaridad”. Y por si fuera poco, por aquellos días, murieron también Vladimir Visostski y John Lennon: casi nada.

De entonces, guardaba para Rubén el respeto al verdadero talento, a la pasión por la verdad, a la contención científica que admiro donde se halle, aunque esté en contradicción con mis gustos, algo literarios y soñadores, menos sujetos a la disciplina del método. Veía en él la estampa de un filósofo clásico, de los grandes de Roma, Alemania o Grecia, viviendo en tiempos en que nuestros compatriotas peleaban y morían en Angola, quizás sin saber que también lo hacían por los elevados ideales de los filósofos clásicos, que con tanta brillantez encarnaba Rubén. Pero ambos respondíamos de formas diferentes al mismo llamado de nuestro tiempo, y aunque la profunda amistad que nos une jamás sufrió menoscabo, lo cierto es que nuestras vidas tomaron senderos bien distintos, acordes con las demostradas inclinaciones de aquellos días luminosos.

Por haberme dedicado a tareas de lo que siempre consideré “Filosofía práctica”, he de confesar que me costó algún trabajo adentrarme en el discurso “filosóficamente duro” de esta obra del Dr. Rubén Zardoya Loureda, pero he salido del intento como tras recibir un baño lustral. No sólo me ha permitido sistematizar al nivel más abstracto posible ideas y argumentos que he sustentado, a veces, desde lo intuitivo y lo anecdótico, sino algo aún más importante para mí: me he reencontrado con mis propias aspiraciones filosóficas de hace más de veinte años y he hecho las paces definitivas con mi oponente de entonces. Sólo la sabiduría que traen los cuarenta me ha permitido comprender, leyendo a este Rubén, que siempre pensamos de la misma forma, que nunca tuvimos motivos de verdadera discrepancia en los puntos esenciales de nuestra común visión del mundo. Y aún más: que seguimos en armas, como el primer día, sin concesiones, sin descanso, sin temores, peleando por lo mejor del hombre, por la bondad, la verdad y la belleza; por la redención de la Humanidad, por la Revolución y por Marx. Y que ya es evidente que nos vamos a morir así, alzados en armas, sin acogernos a ningún Zanjón engañoso.

Inicialmente redactada como Tesis Doctoral bajo el título de ‘La determinación formacional de la filosofía burguesa postclásica’, la presente obra del autor tuvo su primera formulación bajo la mirada segura y agudísima de su tutor, Alexei Vasílievich Potiomkin. Quien conociese al profesor Potiomkin; quien tuviese, como tuve yo, el privilegio de asistir a sus clases de Historia de la Filosofía, encontrará en este texto motivos de nostalgia y orgullo. Se trata de un paso más allá en las ideas sustentadas por nuestro profesor, la más consecuente continuidad creadora de concepciones que, para vergüenza de muchos, fueron duramente criticadas en su época por basarse en puntos de vista heréticos, conflictivos, de dudosa ortodoxia ideológica.

El gran pecado de Potiomkin, o lo que es lo mismo, su mérito principal, radicaba en hacer una crítica personal, culta, original, a lo que dio en llamar “tradición profesoral de la Filosofía burguesa contemporánea”, una especie de nuevo canon o neoexegética capaz de acelerar la decadencia de la corriente de pensamiento que creía defender de manera burda y escolar. “¿Y qué había de malo en ello?” —podría preguntar hoy algún ingenuo. Mucho, porque quien leyese los puntos de vista de Potiomkin podría extrapolarlos a la crítica de la “tradición profesoral de la Filosofía marxista contemporánea”, tan perniciosa y destructiva como la anterior. En este caso concreto, los censores no estaban completamente errados, pero al ejercer su función con tanto celo, anteponían los intereses de la censura a los intereses del verdadero Marxismo, que es inconcebible si no es crítico, culto y original.

Cuando el Dr. Zardoya levanta y pone entre nosotros sus aportes a la concepción adelantada del profesor Potiomkin, ya no están, ya no ejercen su función aquellos censores, probablemente reciclados en boyantes asesores de los nuevos ricos rusos o en apóstatas bien pagados por los poderes que decían odiar y combatir sin tregua. Estoy seguro que nuestro respetado profesor de Historia de la Filosofía no ha abjurado de sus concepciones.

El mérito principal que tiene, a mi juicio, este texto que tiene el lector en sus manos, es que sortea con verdadero tino la tentación de ajustar cuentas con la “tradición profesoral de la Filosofía marxista contemporánea”, aunque no deja de someterla a una de las más documentadas y profundas críticas que puedan hacerse desde el Marxismo. El verdadero mérito del autor es que se dedica, que se emplea con pasión y lucidez, sin ambigüedades ni medias tintas, a la crítica de la “tradición profesoral de la Filosofía burguesa contemporánea” en tiempos de repliegue y servilismo, de coqueteos y extrañas convivencias. Y si a esto sumamos que se trata de una crítica de las esencias más profundas, una incursión a la dimensión filosófica del problema, entonces se comprenderá mejor por qué la recomiendo con tanto entusiasmo a los lectores.

En los tiempos que corren, obras como esta no abundan. Para empezar, pocos autores se dedican hoy a la Filosofía, tal y como aquí se expresa. Son muchas las tentaciones y las contaminaciones que impiden que obras filosóficas de verdad cuajen. El censor más eficaz que jamás se haya pensado, el mercado capitalista, impide con total intuición clasista que se reflexione a profundidad, desde las esencias de los fenómenos que caracterizan las sociedades burguesas globalizadas. Porque descubrir las esencias lleva a la explicación del mundo, y la explicación del mundo lleva, por fuerza, a los intentos por transformarlo. Esta, y no otra razón, explicaría el origen de las solemnes declaraciones del pensamiento postmoderno que ha situado fuera de su ley a los metarrelatos discursivos, a las concepciones filosóficas “clásicas”.

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